junio 08, 2012



Estaba la pájara pinta sentada en su verde limón. (Fragmento)

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 A lo mejor el uniforme se rompió porque el hombro es una especie de quemazón constante, sorda, que penetra en los huesos, y trata de acomodarse la almohadilla pero el peso del cajón la hace tambalear. ¿Te cansaste?, y ella dice que no, que es la almohadilla, y mientras Irma le sostiene la caja  ve las coronas de agapantos o dalias, agostadas, feísimas, colgando de una cruz que ya se  despintó y está verdosa a causa de la lama. Quién sabe por qué la gente resolvió que hay que cubrir la muerte con flores a porfía. Con aromas que dentro de poco serán detritus fétidos, cadáveres de cosas, polvo. Por qué esas letanías. Esos rezos tan lúgubres. La van a entristecer y se va a dar cuenta de que la estamos dejando para siempre, pobre: ¿por qué es que cantan esas cosas tan tristes  cuando hay muertos?, le preguntó a la madre Rudolfina: y qué quieres que canten, ¿La Cucaracha?, ¿y por qué no?, ¿qué mal le puede hacer...? al menos eso: cantos, para que no se sienta tan solita, pero no dijo nada porque le bajarían la nota en religión: Julieta... ¡Qué...! ¿Te gustaría ser pájaro? A mí, pues claro: ¿y tú...? ¿A mí?, ¡pues claro...!, y sin hacerle caso a Rudolfina que las amonestaba ¡se romperán la crisma, niñas!, ¡que se bajen de ese árbol...!, seguían cantando a voz en cuello: estaba la pájara piiiiiinta, sentada en su verde limón, con el pico recoge la cooooola, con la pata retoma la flor, hasta que Rudolfina fue a buscar la escalera que don Jesús usaba para encalar los muros: ¡cero en conducta!, gritaba sulfurada: ¡cero en conducta esta semana!, mientras buscaba entre las ramas a las pájaras pintas, que ya se habían volado. 

No hagas caso, tontaina: la consoló cuando trató de hacer pucheros porque mi papá me va a dejar esta semana  sin plata para el mecato del recreo. Ya llegará el día en que salgamos de esta escuela y entonces sí: no llores. Pero a Julieta no sólo la dejaron sin cinco para comprar el mecato en el recreo, sino que cuando llegó la hora al sábado siguiente, su mamá dijo que castigaba esa Semana Santa: que nada de ángel, y las tuvo que ver pasar desde el balcón, los ojos encharcados al verlas con las túnicas blancas de satín, la diadema dorada, su par de alas, y los pétalos de rosa en una canastica.

Leonel Maciel - Estaba la pájara pinta sentada en un verde limón (596x600)
El padre había mandado traer de España los uniformes de soldados romanos, y ese año a Juan José le tocó centurión. No cabía de la dicha en su armadura. O mejor dicho, cupo dos veces, pues le quedó nadando, pero no se arredró y con su pasó de ganso custodió el pabellón, donde las señoritas Aparicio, empolvadas, pintadas, con el feo subido, todas de negro hasta los pies vestidas, estrenaban tursó para seguir la Dolorosa: que ese año estaba más llena de cirios que otros años, porque una vidente había predicho el fin del mundo. Muchísimas mujeres andaban de rodillas porque habían hecho promesa, y los encapuchados descalzos, con sus cruces, rezaban el rosario. Lo más impresionante fue el Viernes Santo por la noche. Niños, viejos y jóvenes, recorrieron el pueblo, que estaba sin luz eléctrica para que hiciera más efecto el alumbrado de los cirios, y ese día la banda de músicos se inspiró como nunca: lloraba todo el mundo. Rézale al Santo Cristo para que él se apiade de nosotros, recomendó la abuela, y ella sintió una pena inmensa  cuando bajo el balcón pasó el Santo Sepulcro  de vidrio, con ese cuerpo lacerado: las llagas de las manos y los pies, la herida del costado, Alma de Cristo, santifícame, y ella con la opresión en la garganta al ver el rostro  macilento, la corona de espinas: Cuerpo de Cristo, Sálvame, Pasión de Cristo, confórtame, Oh mi buen Jesús, óyeme, ruega la voz calmada de la abuela, y de repente siente necesidad de repetirlo, porque la agobian de una manera insoportable  aquella pestilencia, esa desesperanza, el calor que está haciendo. Absurdo. Hace ya tiempo que no siente congoja por las llagas de Cristo, ni la conmueve el pensamiento de que la carga de sus culpas le han colocado una corona de espinas en sus sienes, y sin embargo algo por dentro comienza a desgarrarla al acordarse de esa Dolorosa. La noche aumentaba la lividez del rostro y las lágrimas pegadas, sin resbalar por las mejillas, brillaban todo el tiempo con la luz de los cirios, haciendo conmover hasta las mismas piedras. La banda de guerra  del colegio de la Salle marcaba en los tambores un redoble lentísimo y las cornetas con su toque de hierro, y ella  pensaba en lo terrible que sería si se muriera  su hermano o sus papás y lloraba bajito pidiéndole al Señor que en todo casi fuera la primera en morirse, y rezaba los Credos fervorosa, treinta y tres de seguido, haciendo nudos en una cuerda que luego le servía para los casos de peligros pues bastaba  rezar de nuevo uno y desatar el nudo  para que se alejaran los demonios. se quitaban las alas, después, a la salida, y el padre Canals les repartía entonces estampas y barquillos, y les hacía las rifas. 

El  año entrante me van a poner a llevar el pabellón de las chiquitas, les  anunció Julieta cuando volvieron al colegio, como diciendo que le importaba un rábano el haberse perdido la procesión del fin del mundo, y Camila peleona como siempre: me parece muy raro, porque el padre Medrano dijo ayer que le tocaba a Leonora, pues no, me toca a mí, y terminaron dándose carterazos en la esquina de la séptima. Todo porque nombraron a Melba jefa de la barra y ella frustrada se dedicó a chismear en los recreos. Que se le habían subido los humos desde que el párroco de San José le dijo  que cantaste muy lindo en misa de Corpus. Que lo que sucedía era que a ella le tenían cargadilla porque no era lambetas, de esas que andan todo el día haciendo venias y diciendo Alabadoseajesucristoreverendamadre a cuanta monja tropezaran, y que a ella, a Melba, por supuesto, la habían  encaramado en el curubito porque  su papá había dado la plata  para el altar de San Francisco, hasta que Melba decidió que no le aguanto más  a esa mocosa remilgada,  y al fin le hicieron la pandilla. Vas tú, le ordenó Melba a Julieta, cuando se equivoco en el -reloj-de-Matusalén-da-las-horas-siempre-bien, pues se agachó antes de dan-las-doce: vete hasta el mango y pégale un guascazo; y ella se fue temblando, porque Camila oyó lo de hasta el mango y estaba en guardia como un gallo de pelea y desgañitada con que le voy a contar a mi papá para que el venga a hablar con la madre Remigia y a ustedes las expulsen, y sin dar tiempo a más se le lanzó a Julieta a los aruñetazos, hasta que repuntó la monja y se la quitó de encima cuando le estaban dando rodillazos, ¡qué bestia!: quién te ha visto. Tan juiciosa, en la fila, con tu uniforme blanco planchadísimo, el lazo azul marino, el cuello almidonado, con tus hombros caídos y la nariz hinchada porque durante todo el trayecto no has parado de llorar, nadie podría acusarte de matar una mosca, Camilita: ¡toma! ¡suénate...! la conmina Pulqueria y ella recibiendo el pañuelo, desplegándolo, dando tres resoplidos y luego, gracias madre, como un manso cordero. Quién te ve.

Hace un sofoco de mierda, y a quién le va a importar a esas alturas si la monja ¡mein Gott! a esa niñita se le pudrió la lengua, haciéndose tres cruces, declarándola hereje o algo por el estilo. No sé por qué tenemos que aguantar este olor a cagajón de chivo y traerte flores y rezar letanías y tener que llorar de sobremesa, como si tu traspaso a la frontera del cosmos fuera algo digno de toda esa comedia. Mejor cantemos. ¡Canta! Estaba la pájara piiiiiinta... Porque Julieta está en el cielo, ¿verdad que sí, madre Pulqueria?, y ella narizparada digna ¡cállate y reza!, porque le tiene tirria, y entonces piensa en Tina. En que el domingo le va a mostrar el álbum de las fotos y hará sus acrobacias sobre la cuerda floja, mientras que ya Julieta estará aquí, metida en aquel hoyo, y piensa en los gusanos, y en Tina con sus tules, y en los quebrados que no ha hecho y el lunes es la previa, y entonces lo decide. Mejor no ir al circo.

Oye el requiem aeternam y le parece que las voces se alteran, que es simplemente un mosconeo que se aumentan o decrece o que se queda suspendido por encima de las urnas, y mira el nombre fresco que ya escribieron con un alambre grueso, para ponerlo luego en mármol. Le fastidia el calor. El olor. Aquellas cruces en hilera. Siente un dolor agudo en el estómago que la hace tiritar como un enfermo y toma una bocanada de aire tratando de aliviarse pero el punzazo insiste. Sube por el esófago y se le queda metido entre pecho y costillas sin permitirle que respire. Agacha la cabeza. La incrusta prácticamente en las rodillas y aprieta fuerte sobre aquel punto doloroso, hasta que todo comienza a encalambrarse, a dar retorcijones, ¿te sientes mal?, ¿qué tienes...? no sé... me duele aquí... y siente el tironazo como si fuera una descarga y tiene que aferrarse a lo primero que se encuentra. A lo lejos las voces. La gente aglomerada delante de la tumba, no cabe, oigo que dicen, mientras dos hombres te meten con cuidado en uno de los nichos, ¡coño!, ¡no cabe!, y ahora qué... y siguen insistiendo con tu cuerpo, metido en esa caja, impávido, dejándose, y mi cabeza estalla, me da vueltas, como si fuera un corcho en remolino. Soy un pez en el aire, un pájaro en el agua... escribías un día desde un punto cualquiera de la ausencia y mucho mejor cerrar los ojos, los oídos, no mirar ese cielo de color de sandía ni oir al tipo que discute que lo metan al fondo, que se tuerce, y alguien más que interviene que traigan las coronas, comprenderás que no me importa, pues sólo queda el paso de un pájaro que vuela y unas columnas dóricas, y tu sonrisa incierta bajo el cielo de Argos, preguntándome. Sólo este gusto a bilis que comienza a subir por el esófago y que se atora en la garganta, y alguien me dice que no llore, y ya no estoy llorando, cálmate, ya... sí, madre, sí, pero eso le arde mucho y ahora la tierra le da vueltas, y el color de aquel hábito, ya voy, le dice, y trata, pero entonces la arcada, seguida de un punzazo, y después abundante, benéfico, como un chorro a presión, descontrolado, el vómito.


                                            Alba Lucía Ángel. Estaba la pájara pintada sentada en su verde limón.
                                                                                              Ed. Instituto Colombiano de Cultura, 1975.
                                                                                                                                                                                                                            

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