marzo 24, 2011

Show Casero / Montserrat Costas



Estaban bañando a una niña en una tina, ella jugaba con el agua mientras su madre la jabona con cara de poca alegría y su padre grababa todo en una cámara desde la entrada del baño.

Al mes de enterarse que su hermano se había divorciado, ella terminó con su novio, con quien había vivido los últimos cuatro años. No podía decidir si ese había sido el acto más corajudo o el más cobarde de su vida. Si Carlos mandó todo a la cresta por conveniencia propia, yo también tenía la oportunidad, solía decirse a modo de autoconsuelo. Paulina siempre había admirado a su hermano, lo que resulta lógico considerando que era su mayor y único hermano y que ambos habían vivido desde muy pequeños con sus abuelos, ya muy viejos para la tarea completa.

La niña corretea por el jardín escapando de su hermano en tono juguetón. Desde adentro se escuchan discusiones, insultos y gritos de la madre, acallada por su marido.

Nadie supo a dónde se fue él cuando su señora lo echó de la casa. O, al menos, nadie quiso nunca decirles. Sus abuelos, los únicos que podrían haber tenido alguna pista, guardaban el secreto con recelo, aún cuando Carlos y Paulina ya eran adultos. 

La madre, luego del quiebre, cayó en estados que, con los escasos recuerdos que conservan, no sabrían si catalogar de depresivos, alcohólicos, demenciales o una mezcla de todo. Al tiempo ella encontró una nueva pareja, un hombre con recursos y buena apariencia, aunque algo duro en el trato. Él, su nueva pareja, fue la moneda de cambio que ella utilizó para no ver más a sus hijos y dejarlos bajo el cuidado de sus padres, aduciendo nuevas oportunidades para ella y malos recuerdos de lo que los niños representaban. Eso era lo último que Carlos recordaba haber oído de su madre, y ha sido el último detalle de sus recuerdos que le ha comentado a Paulina, que apenas tiene una imagen del rostro de su madre, sin estar siquiera segura de si es real o inventada por su imaginación.

La niña se escondía tras las faldas de su madre, literalmente, al ver llegar a su padre en las tardes. Siempre es así, no sé cómo, pero lo sé. La madre le ha dicho que tenga cuidado y siempre evita dejarla sola, especialmente cuando él está en casa.

“He tenido esos sueño extraños de nuevo. Todos hablan de sueños en que pierden los dientes, de una u otra forma, pero, yo pierdo sólo una muela, la última, y es porque es empujada por algo que sale de adentro, una piedra sale de mi mandíbula, del hueso, y bota esa muela. Es doloroso, molesto, asqueroso, pero, al final, me parece un alivio. Como si no hubiese alternativa y me alegrara de salir del cacho.”

La niña baja las escaleras a buscar algo de comida esa madrugada, cuando ya todos debían estar durmiendo, y antes de dar el último paso, observa por detrás a su padre viendo televisión, un video de él y su hermano.

-¿Cómo te ha ido en la terapia, Carlos? ¿Sigues teniendo esos sueños donde se te caen dientes? – le pregunta Paulina antes de sentarse a la mesa a almorzar con los abuelos ese Domingo, igual que todos.
-Sí, sigo soñando con eso y con otras cosas. El doctor no ha sido muy claro en lo que significan, o quizás no significan nada o, en realidad, él no es intérprete de sueños sino psicólogo, así que quizás sólo me lo pregunta por cortesía. 

-Te noto muy analítico en tu respuesta, así que debería felicitarlo desde ya.
-Tonta. ¿Y tú cómo has estado? ¿Sigues soñando con tu compañero de trabajo en pelotas? – le dice en tono burlesco.
-Gil. Yo he pasado una buena temporada de soltería que sigo disfrutando y lo seguiré haciendo hasta que deje de hacerlo. Dicho de otra forma, hasta que mi compañero se avispe. Pero, no tengo apuro. Y, en todo caso, mis sueños son puros e inocentes, casi siempre con una familia con dos niñitos, como nosotros, supongo.
-¿En serio? ¿Somos nosotros? – Carlos se impacienta por un momento.
-No sé, Carlos, yo no me acuerdo de cómo era esa vida, antes de los abuelos. Son sueños, da lo mismo. – Paulina adquiere un tono algo cortante con su hermano ante un tema que nunca han podido conversar con total normalidad.
-Pero, cuéntame qué pasa en esos sueños, mensa.
-Putas, qué molestas. No sé, son como escenas cortas. La madre siempre se ve un poco molesta, no muy feliz. El viejo aparece más bien de lejos, no muy involucrado. Y los cabros chicos andan siempre jugando o con la mamá para todos lados.
-¿Y tienes alguna idea de por qué sueñas eso? – él se muestra más interesado que ella misma.
-Qué sé yo. Serán imágenes que he creado en mi cabeza, no podría decir que son recuerdos, pero, no tengo idea.

“Mi hermana dice soñar a menudo con una familia como la que teníamos. No sabe si son recuerdos o su imaginación. Yo no le he querido preguntar detalles de los sueños; ya no hablamos tanto como antes y ella se nota incómoda siempre que se habla de nuestros padres. No le parece dar tanta importancia a lo que sueña, pero, yo tengo miedo. No quiero que se entere, doctor. No quiero que recuerde esos videos y, además, ella no necesita recordarlos.”

La niña y su hermano miran por la ventana y desde el jardín cómo su madre lanza una cámara de video a su padre intentando golpearlo. Su hermano la lleva detrás de un enorme damasco para que no sigan mirando y le inventa juegos para que no oiga nada.

Que hubiera imitado a su hermano al terminar con su novio de años no fue una niñería. Fue la excusa, la referencia perfecta para tomar la decisión que tanto había pensado ya, sin el valor que requería. A los abuelos siempre les había llamado la atención que ninguno de ellos, ya en sus treinta y tirando a los cuarenta, tuviera hijos aún. Ambos, sin acuerdos previos, tenían motivos como estudios, trabajos, plata, casa, auto y un largo etcétera para postergar la paternidad. Y, si había más sinceridad, terminaban reconociendo que no se sentían “capaces o algo así”, algo que no podían terminar de definir. Y la abuela los reprendía porque “¡nadie los va aguantar toda la vida sin querer tener niños, cómo no van a estar separados, el parcito! ¡Y ya están grandecitos!”.

La niña escucha llegar al papá y va al baño, donde su madre baña a su hermano, y mira su infantil espalda desnuda con marcas moradas y algunas rojas. El padre entra alegre a saludar y la madre lo echa rápido, entre alegatos indescifrables para ella.

-Abuela, la Paulina está soñando con nuestra niñez. El otro día me comentó de pasada sobre esos sueños. Días después fui a su departamento para saludarla, le dije, y le pregunté un poco más. Sueña con nuestros viejos. Y con nosotros, con ella y yo, digo. Son situaciones bastante parecidas a algunas que sí ocurrieron, casi idénticas. No está muy lejos de recordar esos videos, abuela.

-Carlos, no se lo vayas a contar, prometiste que no lo harías, me lo prometiste a mí y a tu madre y debes cumplir.
-Pero, lo va a descubrir tarde o temprano, estoy seguro. No es que quiera que lo recuerde, pero, lo hará sola de todas formas.
-Carlos, no lo hagas. Déjala.

“La Paulina lo recordará. Está muy cerca. Me dijo que ha soñado con discusiones, con un papá que siempre anda con una cámara y con una madre temerosa. Mi abuela no quiere que le diga nada, yo se lo prometí a ella y a mi vieja, cuando chico, que no le diría. Pero, se va a acordar. Lo va a soñar y será sin previo aviso y estará sola. No sé qué hacer, doctor. No sé.”

La niña fue despertada por su padre y llevada al living a ver televisión. Su hermano ya estaba sentado esperando para ver los videos. Se veía triste. Avergonzado.

-Carlos… - fue lo único que escuchó cuando levantó el auricular, un “Carlos” entre sollozos.

Recién salido del horno, Paulinita, dijo el padre. Apretó el botón de play y empezó el show casero-pornográfico-infantil.

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Montserrat Costas tiene veintitrés años y estudia Arquitectura en la Universidad de Santiago de Chile. Se han publicado sus cuentos en el blog de la revista literaria “El Puñal”, en Letralia.com, en la revista “Heterotextual”, en la revista “EL6A” de la Editorial Los Seis Antonio y en el sitio web de la revista literaria “Cinosargo”, y constantemente publica desvaríos en su blog propio (http://montsecostas.blogspot.com).

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